Resumen del proyecto
Mirar sobre otros tiempos
¿Cómo iniciar un viaje sino para contestar una pregunta? El esfuerzo del desplazamiento debe satisfacer ese vacío que se presenta como desasosiego, como inquietud. Sin embargo, es muy posible que esa pregunta no encuentre su respuesta. Es más probable que al regreso traiga preguntas aún mayores. Ese es el riesgo de recorrer territorios de otros, plenos de otras voluntades de habitar, de otras maneras de decir, y una vez que nos hemos adentrado en esos espacios se debe producir, en virtud de ese vínculo, la transformación de quien pregunta. Del sujeto que explora, el que constituye un paisaje para sí mientras camina, pero no desde la distancia -desde la expectación– sino desde un recorrido en el que se adentra para calmar esa ansia.
El trabajo de José Luis Rissetti nos ha acercado a un lugar, un remanso donde el tiempo histórico no se ha acelerado hasta llegar a fulminar el presente. Pero toda construcción de un idilio requiere de una distancia para que se pueda mantener esa utopía. Justamente aquello no respeta porque no mantiene la distancia propia del visitante, de ese que se instala a observar en un viaje de turismo capturando una imagen donde casualmente se encuentran aquellos que han trabajado la tierra para transformarla en territorio. Al contrario, el trabajo de este fotógrafo se adentra hasta configurar una mirada que devela -junto a lo hermoso del oficio- el esfuerzo y la pobreza, el desarraigo de los jóvenes, el temor a la desaparición.
Aprehender todo esto tiene un costo que se inicia al cruzar esa frontera, pero que se edifica al compartir el trabajo de madrugada, el frío, la reponedora chupilca al mediodía. Una conversación con el campesino sobre su nieto que aprende el oficio y que es tentado por el mundo, el escaso salario –nunca mejor dicho- que se recibe por una labor sin reconocimiento para un trabajador sin tierra, el saber propio de un trabajo heredado. Pero tampoco es difícil encariñarse con un proceso que es expresión de un tiempo contraído y condensado en sacos, resumiendo cuatro siglos de aprendizaje y labor, y que se nos presenta como un espejo para quienes hemos continuado con el oficio de los padres.
Una conexión de esa magnitud siempre pondrá en cuestión el lugar de quien observa. En un principio es indudable reconocerse fuera. Saber que no formamos parte de ese hogar otro, que no compartimos su habla, pero de seguro emergerán empatías y distancias que desequilibrarán una posición que a veces se quiere dibujar como neutral. Y no puede ser neutral cuando se está empapado de afectos que provienen de experiencias propias, como haber crecido en la periferia santiaguina donde los canales de regadío todavía humedecían la tierra en el verano. Toda esta voluntad debe ser empujada por un deseo, un impulso que en el caso de José Luis puede encontrarse en su propia experiencia jugando entre los campos sembrados de la zona norte de Santiago.
Aún así, y a pesar de la empatía, este viaje debe reconfigurar la manera de entender lo que en principio no era más que paisaje. El costo de destituir al turista es fulminar la comodidad de su distancia, y no sólo por la emergencia de compromisos emocionales que cargan la mirada, sino por el desencanto de saber que traspasar la frontera no significa ser parte de aquello que se observa. Sabemos que la piel no se curtirá con el sol como la del salinero, pero la fotografía debe ser la portadora, ahora no de una conversión imposible, sino de un vínculo que es la pretensión y recompensa -la verdadera utopía- de quien se acercó buscando algo más que un buen encuadre. En este libro hay un tiempo condensado en imágenes: estaciones del año, días con sol o lluvia, noches donde se necesitó el esfuerzo. Las fotografías no son el premio al acierto de un par de tiros, en este libro se devela un encuadre sobre un enorme cúmulo de imágenes que son el trabajo dedicado a descubrir –a todos aquellos que no hemos roto esa distancia- aquel trozo del mundo separado del mundo. Para quienes tuvimos la suerte de acompañar al autor en este empeño (levemente, sólo como turistas) pudimos comprobar que aquello a lo que nos asomamos escondía un universo de códigos que eran las claves que posibilitarían su labor, y por intermedio de sus imágenes, íbamos a acercarnos a este mundo antes de que el oficio desaparezca o que las comunidades pasen a convertirse en un museo, una reserva cultural.
Esta experiencia es un retrato desde dentro, un retrato que termina hablando también de nosotros mismos al encontrar -también aquí- el temor a desaparecer. Sólo así es posible que emerjan imágenes como la del campesino durmiendo al sol, de una fragilidad que conmueve, o las ojotas descalzadas esperando a su dueño. Aquí hay un esfuerzo de convertir a la fotografía en un testimonio que no pretende hablar por una comunidad, como si el esfuerzo heroico del fotógrafo las hiciera aparecer ante el mundo, sino más bien acompañar a los salineros en un camino que, a pesar de la distancia, compartimos. Un caminar lleno de incertidumbres, de cambios desmedidos, cargado de nostalgia.